10 de diciembre de 2009

El Pozo

Eleneär miraba curiosa a Carelina desde el lecho, escuchaba el relato de cómo había llegado a aquel lugar, los brillantes ojos verdes lucían como gemas enmarcados por los rojos rizos.

—Recuerdo el bosque y una ciudad al atardecer –La mirada de la peredhil se perdió en un horizonte más allá de las paredes de la habitación —Recuerdo mi nombre, pero no sé cómo es que llegué aquí ni de dónde provengo –Llevó instintivamente su mano al cuello y una ligera sonrisa apareció en su rostro de alabastro.

Carelina sintió brotar nuevamente en ella aquel mismo sentimiento que la embargara el primer día, volvió a preguntarse sobre el pasado de la pelirroja y se cuestionó sobre lo que habría pasado de no haberla encontrado aquella tarde junto al pozo; se sentó en el lecho y tomó la mano de la peredhil y contrario a la ultima vez la encontró helada; Eleneär dio un ligero bote cuando la piel de Carelina tocó la suya.

—Cálida –La mirada de la peredhil mostraba sorpresa, sus ojos se humedecieron por las lágrimas retenidas y aferró casi desesperadamente la mano que sujetaba la suya.

—Tranquila, todo está bien –Carelina le abrazó y acarició sus sedosos cabellos, sintió el peso de su cabeza sobre su pecho y oyó los sollozos silenciosamente desgarradores.

Carelina veía a la joven pelirroja de reojo, habían pasado muchos días desde que volviese en sí con la misma melancolía de antes, pero sin recuerdos aparentes acerca de aquello que lo causaba. Caminaban ambas por la pequeña plaza del mercado, los demás habitantes aún bajaban la vista ante los brillantes ojos esmeraldas y se sonrojaban cuando una dulce sonrisa les era dedicada, Eleneär caminaba con toda la gracia que caracterizaba a los elfos y sus pasos eran apenas perceptibles.

Sus manos marfileñas tomaban con delicadeza las frutas y verduras que compraba en compañía de Carelina, algunos acudían solo para ver a la pelirroja deslizarse entre los puestos como una visión divina, para ver la belleza élfica que parecía iluminarlo todo con sus blancos ropajes y su flameante cabellera de fuego, para oír la voz melodiosa en la que parecían oírse el canto de las olas y las aves… Algunos suspiraban pensando en la etérea doncella y en lo que sería necesario para conseguir su corazón; pero de entre todos solo Carelina pensaba en su inmensurable tristeza, en sus noches cubiertas de lágrimas y en la espantosa espada que bajo la luz de las velas parecía tinta en sangre, solo ella.

Pero sucedió que ese día el rey retornó después de una larga ausencia, cabalgó en medio de la plaza y entre la multitud que lo vitoreaba un destello blanco como la escarcha caída en la negra tierra atrajo su atención; apenas lo vio por el rabillo del ojo, era Eleneär de pie en la plaza, pero cuando desvió la mirada solo encontró rostros ahora opacos, siguió su camino con una borrosa imagen de un vestido blanco, piel de alabastro y un ondeante cabello rojo… Hermosa, fue su único pensamiento.

Eleneär caminaba en silencio con la mano de Carelina rodeándole la muñeca, ella la había sacado de la plaza mientras el rey aún avanzaba; no preguntó ni se extrañó por ello, simplemente caminó en silencio pensando en el jinete que irrumpió en la plaza, era una imagen familiar aunque nunca lo había visto. Se detuvo de pronto agitada, en su mente una oscura imagen había aparecido.

—¿Sucede algo? ¿Eleneär? –Carelina sacudía a la peredhil, tenía un gesto de angustia al ver la expresión ausente en el rostro élfico.

—El Jinete Negro –Susurró con la mirada perdida en el horizonte —La espada –Una lágrima rodó por su mejilla y se desvaneció.

Carelina sostuvo a la pelirroja, ambas arrodilladas en medio de una calle solitaria, la nubes cubrieron el cielo por un instante, el mismo en que Carelina se inclinaba sobre el rostro de alabastro.

—Perdón –Se oyó la voz de Eleneär en un susurro —Creo que el tiempo bajo el sol me afectó –Se puso de pie con total calma, tomó de nuevo su cesta y dirigió una sonrisa a Carelina.

La joven mujer vio a la peredhil con preocupada curiosidad, en esos días con ella habían ocurrido varios episodios como aquel en que sus recuerdos parecían acudir en ráfagas, todos seguidos por aquella extraña recuperación.

Varios días pasaron y el rey no podía olvidarse de la visión que apenas por un segundo le habían regalado, recorría a veces la plaza buscando a su blanca dama sin encontrar rastro de ella. Envuelto en una harapienta capa marrón se escabullía entre la gente, recorrió el lugar una y otra vez hasta que de nuevo el destello apareció fugaz y lejano a su izquierda, se volvió con violencia y sus ojos avizores captaron los remanentes de una rizada cabellera roja y un delicado vestido movidos por el viento, se lanzó en dirección de aquella visión abriéndose paso entre la multitud que dificultaba como nunca su caminar.

El rey llegó al callejón con la respiración agitada, giró en redondo intentando ubicar aquel fugaz destello, pero solo vio pasar a varias mujeres llevando cántaros llenos de agua; avanzó con paso vacilante hacia el final de la calle y hacia la plazuela en donde se erguía el brocal del pozo, la luz crecía conforme se acercaba al final, hasta que fue tan intensa que lo cegó por un momento.

—Gracias –Escuchó decir a un niño y sus ojos vieron con claridad dos figuras junto al pozo, una de las cuales refulgía mientras posaba una delicada mano sobre la cabeza de un pequeño que bebía con los ojos fijos en el bello rostro frente a él.

—Fue un placer –Dijo la doncella con una dulce sonrisa, el pequeño la abrazó y se fue con la felicidad pintada en el rostro —¿Desea un poco de agua? –Escuchó el rey que se dirigían a él, aquella voz melodiosa le llenó el corazón y su mirada se encontró con dos brillantes esmeraldas refulgiendo en el más bello rostro de alabastro, solo una mirada bastó para que el rey viera la sangre élfica en aquella etérea belleza.

—Lo agradecería infinitamente –Respondió el rey con voz ronca y la mirada fija en aquel bello rostro, se estremeció cuando los ojos verdes se posaron en él.

—¿Sucede algo mi señor? –Preguntó la peredhil con gentil dulzura, pues había notado la mirada del rey sobre ella.

—Disculpe, simplemente me he perdido en mis pensamientos –Contestó el rey desviando su mirada —Mucho hace que no veía un elfo y menos aún en las tierras que circundan esta ciudad.

Eleneär sonrió con cierta tristeza ante esas palabras y tomando el cántaro lleno de agua comenzó a caminar, pasó al lado del rey.

—No sabía que ser elfo era un impedimento para vivir en estas tierras –Dijo mientras caminaba alejándose del pozo —Pero si es así me iré inmediatamente

—No he dicho eso, disculpe si eso he dado a entender –Agregó el rey caminando hasta estar a la altura de la pelirroja —Estoy seguro que usted es bienvenida en esta ciudad.

—Agradezco sus palabras –La peredhil continuó su camino después de dirigir una mirada al rey —Debo regresar con la mujer que me ha dado un techo.

—Entiendo, me gustaría verle de nuevo –Dijo casi suplicante el rey.

—Vengo a este pozo todas las mañanas a esta hora, búsqueme si desea hablar conmigo.

Eleneär continuó su camino sin que el rey intentase seguirla, se sentía transportado a un mundo sin gravedad y lleno de luz, vio como la grácil figura se perdía entre las casas y retrocedió como herido hasta el borde el pozo, en el que se apoyó.

—Hasta mañana mi Dama de Hielo.

18 de marzo de 2009

Siete Dias

En una pequeña habitación iluminada por la tenue luz de las velas la peredhil pelirroja descansaba sentada sobre el lecho, la raída capa negra descansaba sobre una silla y recargada en la pared, cerca de la joven, se encontraba una espada.
—¿Por qué la llevas contigo? –Preguntó la mujer que le había encontrado en el pozo.
—Es lo único que tengo –respondió con voz triste Eleneär —Lo único además de esto –Sostuvo en alto un dije de cristal que reflejaba en una increíble gama de matices el fuego de las velas, un dije en forma de estrella que pendía de una maravillosa cadena de plata labrada.
La mujer no dijo más nada y sólo vio con temor el arma recargada en la pared, le parecía demasiado pesada para que la delicada figura frente a ella pudiese blandirla, aún mas con el aspecto etéreo que le daba su vestido de una vaporosa tela de un azul muy claro, casi blanco. Se preguntó que podría haber pasado para que una doncella élfica vagase de ese modo por territorios tan peligrosos como eran ahora los que rodeaban aquel reino, sobre todo cuando los rumores hablaban del nacimiento de una nueva ciudad en el norte, una ciudad llena de hechiceros, brujas y demonios, una ciudad oscura que por ahora era conocida como Aquelarre.
La pelirroja comió con parsimonia los alimentos que su anfitriona le ofreció, colocó con delicadeza el platón sobre la sencilla mesa que componía el mobiliario, cerró los ojos y suspiró cansada y movió un poco sus hombros, lucía un poco más frágil que al atardecer.
—He sido muy descortés al no preguntar tu nombre –Dijo de pronto con una voz más débil que antes —Desearía saber a quién debo agradecer tan amables atenciones.
—Carelina –Respondió ligeramente sonrojada al notar que también ella había pasado por alto aquel simple detalle, pero todo lo que había rodeado la aparición de aquella medio elfa había ofuscado su mente pues era tan extraño.
—Muchas gracias por todo Carelina –La aterciopelada voz de Eleneär aumentó el rubor de la joven mujer.
—Descansa –Comentó Carelina antes de salir de la habitación, caminaba aún pensando en la joven de sangre élfica que dormiría esa noche bajo el mismo techo que ella, recordó sus expresiones tristes y atormentadas, su mirada a veces ausente, en el dije de cristal que con tanto amor tocaba y en la terrorífica espada que llevaba consigo.
Aquella noche, y contrario a lo que pensaba, Carelina durmió plácidamente soñando con bosques frondosos de árboles de dulce aroma, con praderas en las que corría a galope sobre un magnífico caballo, con noches estrelladas y una luna maravillosa.
El amanecer llegó con el canto de los gallos y el fulgor del rocío en las plantas del modesto jardín, Carelina inició sus actividades diarias, preparó el desayuno y esperó ver a Eleneär aparecer en el marco de la puerta… pero la pelirroja no pareció y la inquietud surgió en la joven. Dejó todo y fue a ver si algo había sucedido con la peredhil, tocó suavemente para anunciarse, el silencio fue la única respuesta que recibió, preocupada se decidió a entrar en la habitación.
En el lecho se encontraba Eleneär sumida en un febril sueño, se revolvía entre las mantas con la frente perlada de un sudor frío que contrastaba con el inusual rubor en sus mejillas; Carelina se precipitó hacia donde la peredhil se agitaba sumida una delirante fiebre, tomó la mano de la pelirroja y sintió el calor que desprendía el delicado cuerpo.
—Padre –susurró la peredhil con voz quebrada y aferró con tanta fuerza como era capaz la mano que le ofrecían, se agitó un poco más y emitió un gemido de dolor, se dobló sobre si misma entre las sábanas aún sin soltar la mano de Carelina.
Ella se inclinó hasta posar su mano libre sobre la afrente ardiente de la pelirroja, los rojos cabellos de la joven se encontraban húmedos y esparcidos por la almohada lucían como el fuego que originaba la fiebre. Sacó su mano del agarre de la pelirroja y salió de prisa.
Eleneär cerró los puños hasta que sus nudillos estuvieron blancos, sus labios habían palidecido y se encontraban surcados por grietas; en su delirio murmuraba palabras ininteligibles, algunas en idioma élfico, entre ellas una de las más terribles, el nombre de un terror antiguo, una pesadilla surgida de los más terribles recuerdos.
Carelina se quedó en la puerta mirándola con pesar, con una bandeja de agua y paños, sintió compasión por lo débil que lucía tirada sobre aquel lecho; los débiles lamentos le hicieron casi brotar lágrimas pero se contuvo y avanzó con paso firme hasta el lecho y comenzó a colocar paños empapados en agua fría con esperanza de que así disminuyera la fiebre. Aquel día entretejió sus actividades con el cuidado de la pelirroja; cayó la noche en medio de la agitación que sentía al ver a su frágil huésped padeciendo de aquel modo. Pasó aquella noche y llegó un día tan claro como el anterior e igual de tormentoso para Eleneär que continuaba sumida en el dolor y consumiéndose en el fuego de su propio cuerpo, varios días pasaron en medio de la zozobra, una semana exacta desde que la peredhil apareciese en el pozo ésta abrió sus ojos esmeraldas y miró alrededor desconcertada
—¿En dónde estoy? –Preguntó mirando alrededor completamente confundida, fijó sus verdes ojos en Carelina —Tu… te conozco –Agregó mirándola fijamente, Carelina se estremeció al ver aquella mirada ausente.

25 de febrero de 2009

Con el atardecer

Con las doradas luces del atardecer las casas se tiñeron de escarlata y la suave brisa levantó una delgada capa de fino polvo que daba un aspecto etéreo y delicado a la escena. La raída capa negra susurraba misterio a cada paso que aquella figura avanzaba por las calles semi desiertas; bajo la penumbra de la capucha el rostro era inescrutable y sólo el brillo de una mirada reflejando la luz crepuscular sobresalía.

El susurro terminó y la figura se irguió frente a la puerta de una posada, una blanca mano de alabastro se tendió hacia la entrada, vaciló y volvió a caer inerte a un costado del cuerpo encapuchado, volvió la cabeza con gesto melancólico y continuó desplazándose como una sombra entre los pocos que aún transitaban aquellas calles empedradas; miradas llenas de temor y desconcierto le seguían pues era una aparición con aire espectral, aún cuando los movimientos sigilosos tenían un deje de angustia. Siguió su camino hasta el pozo en el centro de la plaza, una mujer que sacaba el cubo en ese momento se quedó congelada con un gesto mezclado de sorpresa y temor; se acercó un poco más sentándose en el borde del pozo antes de deslizar su capucha.

—¿Podría darme un poco de agua? Muero de sed.

La mujer asintió y sacó agua para obsequiársela, miró embelesada aquel hermoso rostro de alabastro, los rosáceos labios y los brillantes ojos verdes enmarcados por rizos que parecían de fuego a la luz del atardecer. Vio unas delicadas manos de finos dedos tomar el bol de agua que le ofrecía, vio aquellas esmeraldas desaparecer tras unos parpados de sedosas y abundantes pestañas rizadas, vio a la hermosa mujer pelirroja frente a ella disfrutar del agua que le había ofrecido, pero más que nada vio lo inusual de la belleza frente a ella.

—Elfo –Dijo sorprendida.

—No –Afirmó con su sedosa voz la joven pelirroja y una triste sonrisa apareció en su bello rostro, la mujer la miró aún mas sorprendida, la sonrisa se desvaneció para dar paso a una expresión ausente —Peredhil, soy una peredhil.

La mujer soltó el cántaro que sostenía hasta el momento, conocía la palabra y comprendía lo que eso significaba; unos ojos verdes completamente inundados de tristeza se clavaron en ella y luego desaparecieron bajo la penumbra de una capucha… la noche había caído ya y a la luz de la luna creciente la negra figura parecía aún mas fantasmal, pero ahora la nostalgia y tristeza la envolvían como un sudario, miró a la mujer y dio la vuelta como para dirigirse hacia la salida de la ciudad.

—¡Espera! –Corrió tras la pelirroja y le tomo de la muñeca, encontró su piel fría y sintió que la compasión se encendía en su pecho pues recordó la belleza de su rostro y la inconmensurable tristeza en su mirada —La noche es peligrosa fuera de las murallas, quédate.

De la penumbra que cubría su rostro surgió un triste suspiro y un débil asentimiento fue la respuesta, con su mano libre descubrió su rostro, un rostro expresivo con unas hermosas y húmedas esmeraldas mirándola agradecida.

Eleneär Naríel, ese es mi nombre –Dijo según caminaba junto a la mujer mientras que tras las veladas ventanas de las casas cerradas aquellos que la veían pasar como un suspiro murmuraban acerca de la llegada de una hermosa dama élfica.